COLEGIO ANTONIO NARIÑO – HERMANOS CORAZONISTAS, EVOCACIONES OCHENTERAS


Segunda entrega

Los Hermanos del Sagrado Corazón que yo conocí en Bogotá eran de ideología conservadora, obviamente muy cercanos a Franco, disciplinados al estilo militar y poco proclives a establecer consensos con los estudiantes, nada para sorprenderse, todo apenas lógico. En el colegio las reglas se cumplían a rajatabla. Algunos creían mucho en las órdenes con la herramienta intimidadora del grito o del seco imperativo que a muchos nos dejaba congelados. La represión y algo de despotismo hacían parte de la formula.

Recuerdo bien que a los estudiantes de bachillerato que llegaban tarde, los ponían en cuclillas con sus manos en la cabeza y con sus pesados morrales repletos de libros y cuadernos en las espaldas a dar vueltas a lo largo de la línea de la cancha de basquetbol.  La idea, supongo, era pagar con sacrificio físico el error de haber llegado tarde. A mí nunca me pasó, pero lo vi. Entiendo que con el paso de los años esta práctica se desestimó.

Otra vez vi algo que me impresionó. Estaba en sexto (primero de bachillerato) y entre los cambios de clases había un delegado del curso que se encargaba de anotar en el tablero los apellidos (todos nos llamábamos por apellidos como en el ejército) de los que hablaban y molestaban más de la cuenta. El delegado era el “sapo” del curso. En uno de eso cambios de clase, el desorden era tal que un profesor pastuso de apellido que comienza por la letra V, que pasaba vio tal jaleo (como decían los Hermanos), que se acercó, entró al salón e hizo pasar al frente a los que estaban anotados. Cuando ya todos estaban adelante, los cacheteó y les ordenó ir a lavarse la cara. Todos quedamos mudos. Nunca oí que alguien se hubiera quejado de esto. Jamás se lo conté a mi papá.

Casi todos los Hermanos Corazonistas de esa época eran españoles (tal vez solo había uno colombiano) y por ende tenían cierto tufillo de autosuficiencia y arrogancia propias de muchos europeos que llegan a trabajar a un país subdesarrollado. Su acento, apariencia física, su espontaneidad y algunas momentáneas expresiones de simpatía los hacían ser admirados por algunas madres de familia que les hacían fila los sábados en las jornadas de deporte. Recuerdo a unas cuantas mamás que sagradamente los sábados o viernes llegaban a entablar diálogo eterno con ellos en un rincón del patio. Todo esto era, digamos normal y aceptado.

Se sabía que algunos de estos Hermanos mientras estaban dentro de la congregación se educaban y después normalmente se retiraban, se casaban y se establecían fuera de este ambiente. Algunos aprovechaban lo que les ofrecían y después, ya educados y con títulos universitarios, hacían lo que siempre habían querido hacer. De esos casos supe varios. Uno de un Hermano que me “enseñó” matemáticas en séptimo y parecía tener la higiene del estereotipo francés, aquellos que se bañan una vez a la semana. Era fumador, barbudo y conmigo poco amigable. Este "educador" terminó casándose con una profesora del colegio. Otro montó un restaurante de comida española en la calle 72, abajo de la Universidad Pedagógica Nacional. Infortunadamente el restaurante fracasó y de este pedagogo, de apellido vasco, nunca más supe. De otros había rumores de ser amantes a la bebida (no a la Coca Cola precisamente) y de aventuras furtivas con damas. Historias había muchas, pero para que nadie se ofenda, que se tipifiquen como mera ficción.

Existía también rotación entre los religiosos de los colegios del Sagrado Corazón de Jesús de las diferentes ciudades, así fue como un Hermano, del cual guardo buenos recuerdos, fue trasladado para Barranquilla cuando yo cursaba séptimo. Se llamaba Manuel Moreno y después de varias décadas lo volví a ver en un noticiero cuando lo entrevistaron por la novedad del paso de Santiago Solari como técnico del Real Madrid. Solari de niño estudió en el Sagrado Corazón de Barranquilla debido a que su padre, Eduardo, había sido contratado por el Junior.

Pero en todo este contexto había mucho de apariencia y de frivolidad social. Los estudiantes éramos hijos de una sociedad que se identificaba con las modas que imponían los Estados Unidos con su omnipresente cultura popular. Vivíamos en una burbuja de marcas de tenis, ropa, música, programas de televisión y demás baratijas que nos hacía excluirnos entre nosotros mismos. Siempre fue vergonzoso ver como se hacía matoneo a los que no tenían accesorios de determinada marca. Después de salir de ese colegio nunca viví un ambiente más discriminatorio que ese, muchos se pensaban blancos, ricos, agringados y miraban a otros como menos. Recuerdo que en un campeonato de microfutbol uno de los integrantes de mi equipo, que se consideraba obviamente mejor que todos en todo, nunca me dirigió la palabra. Y lo anterior no era excepción, era normal y pasaba a diario. Casi que todos se creían más que el resto como pasa en Colombia que no hay 6 estratos sino millones, no conozco una sociedad más aparentadora que la colombiana. Y ante esto, nunca vi que los profesores y Hermanos nos hicieran ver lo errados que estábamos, jamás nos mostraban la realidad de la Colombia que existía afuera, la burbuja era infranqueable y lo único que importaba era memorizar; vomitar, entre gritos y milicia, lo que se había dicho en clase. Pero eso sí, era perentorio sacar en once un muy buen puntaje en el examen del ICFES.

La dinámica de las clases era ir al trote de los cinco o diez muchachos que entendían todo de un solo golpe (lo de golpe es figurativo, aunque no parezca); los demás estábamos destinados a perder materias, habilitarlas, repetir cursos hasta que nos echaban por “malos”. Nunca vi clases extracurriculares de refuerzo, ni clases específicas para los que nos íbamos quedando de ese tren bala. A mitad de año muchas veces ya se sabía quien iba a perder el año y no había solución, peor todavía, no se intentaba nada para ayudar a enderezar el camino de los “descarriados”. Pero eso no le importaba a nadie, las palabras diálogo y colaboración no existían. Recuerdo que en séptimo perdí matemáticas todos los bimestres, jamás el Hermano que la enseñaba (aquel del cliché francés de pulcritud) se acercó a preguntarme qué pasaba o cómo podríamos remediar la situación. En octavo, la historia se repitió con un profesor veterano que repetía incansablemente en clase de álgebra: “¿algotro ejercicio?”. En noveno, en la misma materia me encontré con un Hermano español que cantaba y coordinaba el coro del colegio. En clase, con alguna frecuencia se ponía nervioso y se enfurecía, alzaba la voz como un “barra brava argentino” en un estadio. Todavía a veces en desafortunados sueños me retumban eso gritos. Parecía que la orden era, que entre más estudiantes perdieran, mucho mejor. Educación formativa e integral: CERO. “Formación” competitiva de aquella de “sálvese quien pueda”: 100%.

El acercamiento espiritual que tanto se pregonaba en el colegio estaba basado en las oraciones diarias que se repetían en las formaciones; en los cambios de clase; las misas que se celebraban cada primer viernes o en alguna ocasión especial, y una que otra ida a una capilla pequeña dentro de un salón, donde rezábamos el rosario. También nos ponían a cantar canciones de letras altruistas y humanitarias de una cartilla gorda y roja que nos vendían y que contenía innumerables oraciones. Todo era tan teórico y fantasioso que no tenía conexión con la Colombia que vivíamos, aquella Colombia de la tragedia de Armero, la toma del palacio de Justicia en 1985; la Colombia de la pobreza y la miseria crónicas; la de las guerrillas y el narcotráfico. De eso no se hablaba.

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