LA MAQUINA DEL TIEMPO
Con la llegada de diciembre aparecen con gran impulso, y con la ayuda omnipresente de los medio masivos, la retórica de la reconciliación, los balances, el amor familiar, la unión y en sí toda la puesta en escena de sensiblerías altruistas que casi siempre suenan postizas y están patrocinadas por una continua comercialización de los sentimientos para fines lucrativos. Diciembre me suena falsamente a armonía, nieve, besos, copas de champagne y regalos.
Lo que siempre, y tal vez lo único, que me llega a tocar en este melodrama de final de año es el derecho a la nostalgia. Y digo que es un derecho porque debería ser entendido no como una sensación de pena, de ausencia o de melancolía, (está última la entiendo como un estado ciertamente depresivo), sino como un recuerdo, una imagen de algo plenamente vivido al cual, quizá uno desea volver parcialmente. Y siguiendo ese camino “nostálgico”, a mí sí que me gustaría regresar a algunos de esos instantes pasados. Algo así como retornar a días específicos de la niñez o de la adolescencia, estar allí presente una vez más para vivirlos pero igual regresar al moribundo 2008 nuevamente. Yo ya pensé en mi lista de días o de momentos a los cuales me gustaría regresar; la lista es larga pero la he venido editando. Yo particularmente regresaría a caminar por Bogotá con mi papá como lo viví tantas veces a finales de los setenta y principios de los ochenta, en particular por la Carrera 13 entre Calles 70 y 60, eje comercial de Chapinero; retornaría a mis goles jugando microfutbol en el bachillerato en cualquiera de los campeonatos de mi colegio; regresaría a ver las tapadas y estiradas de Navarro Montoya, o los goles de Gotardi en El Campin; viajaría mentalmente al primer beso en la sala de mi casa con aquella vecina que vivía a una cuadra; seria nuevamente un espectador más de aquellos conciertos de rock en los ochenta en Bogotá que marcaron una época inolvidable; estaría presente en las vibrantes rumbas universitarias de los noventa; viviría una vez más las noches de desorden en Bogotá en compañía de aquellos viejos amigos que ya no están; me sentaría en primera fila en las clases de literatura y latín del Profesor Alejandro Jáuregui en la Universidad Pedagógica Nacional; volvería, a pesar de todo, a mis días complicados de estudiante pobre caminando por una ciudad tan bella como Chicago; regresaría a Buenos Aires a vivir el anonimato y la libertad que esta ciudad me brinda siempre.
Lo curioso será ver que en algunos años tal vez, quiera regresar a mi actual presente dentro del contexto en el que hoy vivo, simplemente llevando la vida que llevo.
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