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AQUELLAS CLASES


De las clases de literatura y de matemáticas del colegio guardo recuerdos agridulces. Pasadas más de dos décadas concluyo que no había método ni vocación de parte de la mayoría de los maestros, eran clases por cumplir que se iban convirtiendo en cargas pesadas para los estudiantes. De las de matemáticas no quiero recordar las de algebra de octavo y noveno, todas enfocadas a la minoría adelantada del salón que entendía formulas y era por naturaleza más diestra que el resto. Ese resto naufragaba o se moría en el intento, yo dentro de ese grupo en desventaja siempre llegaba a la orilla medio muerto, me salvaba en el último segundo del partido.
En la literatura el panorama de los profesores y sus clases no cambiaba, a lo brutal se embutían textos a los estudiantes y en una camisa de fuerza decenas de preguntas exclusivamente relacionadas con el contenido de la novela o del cuento leído cumplían con la obligatoriedad de la evaluación. En estas clases, los profesores jamás invitaban al goce de la lectura, al análisis pausado que produce el sentir la alegría de un párrafo bien escrito, de una imagen, de un sueño; todo era memoria y sudor. Así pasaron esos años de colegio con profesores poco creativos y con una disciplina pseudomilitar que en parte del bachillerato se convirtió muchas veces en una tortura. Sólo una gran excepción en el área de la literatura y del español debo rescatar por esos días. El profesor Rafael de Luis en décimo fue esa excepción, un hombre agradable y carismático que simplemente estaba en otro mundo y al alumno sabiamente lo hacía participe de esa aventura.
Después, en la universidad, durante el pregado, muchos profesores daban por hecho que los que estábamos ahí, matriculados en una carrera cuyo eje eran las lenguas y la literatura, ya éramos amplios conocedores de autores y libros. De esta manera mucho se quedó entre el tintero, en algunos casos sólo quedaron algunas referencias de autores y de libros que se debieron leer y trabajar pero que tercamente se creía que los estudiantes ya los habían leído. De ahí en adelante el trabajo siempre pasaba por lo que uno mismo pudiera hacer a partir de su propias lecturas, o se avanzaba o se estancaba, uno decidía.
En Colombia, las clases más memorables no fueron las formales de profesor, tiza y tablero, aunque habrá varias para recordar. Sin duda, las más vibrantes, vividas y didácticas fueron aquellas que descubrí inocentemente en los encuentros en el pasillo, en el café, en el bar; muchas de ellas inmerso en la bohemia bogotana del tradicional “viernes cultural”.

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