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EL FESTÍN (I)


EL FESTÍN (I)
Conocí al escritor Policarpo Varón en la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá entre los años 92 y 94. Era profesor catedrático y enseñaba “Literatura española I”. Más que sus mismas clases me encantaban sus anécdotas y sus experiencias de vida. Nos hicimos buenos amigos y de vez en cuando lo visitaba en su apartamento de la Calle 45 con 19. De Policarpo conservo una carta que me escribió cuando viajé por primera vez a Estados Unidos. Tengo también una vieja edición (1973) de su colección de cuentos “El Festín” publicado por Oveja Negra. En ese libro, de casi imposible consecución en el presente, aparece uno de los mejores cuentos referidos a la histórica violencia colombiana. El cuento mencionado da título al libro -El Festín-.
Aquí en esta ventana lo transcribo en dos entregas para que se conozca y no terminé refundido o ignorado por las nuevas generaciones.

EL FESTÍN

Lo que yo quería era mirar el juego de billar. Pero es un hecho que las cosas no vienen solas. Como hacía tanto calor pedí una limonada fría y me senté en un rincón. A veces, claro está, me tocaba levantarme porque los mirones se arrimaban a la mesa, para las tacadas fregadas, y no me dejaban ver. Yo metía la cabeza por encima y casi me acostaba en las nalgas del jugador chiquito que siempre quedaba enmesado, un sapurro que no recuerdo ahora cómo llamaba. Después los mirones volvían a su puesto. En esas entró el hombre. Tampoco lo conocía yo. Se le habían subido los aguardientes porque entró poniendo mucho alboroto. Entonces yo dije: “Es hora de irse”. Pero el hombre me estaba caminando. “Me la va a dedicar”, pensé. Entonces el hombre empezó: “Tómese una conmigo, Abelardo” y me cogía del brazo y me empujaba a una mesa y me decía: “Venga para acá, pago yo, lo invito, no me vaya a despreciar, hombre”. Bueno, yo le llevaba la cuerda y él déle: “No tomo”, le dije, pero el hombre no aflojaba. Yo que no y él que sí. Resolví zafarme para salir pero me agarró fuerte. Tuve que forcear duro porque el hombre era acuerpado. Las cervezas ya estaban en la mesa. El hombre cogió una y me la tiró a la cara y entonces yo le dije: “ Esa si no me la como yo” y le di un mangazo en toda la cara. El hombre que se va a un rincón y yo que me digo: “Ora si te tocó arrancar”.

Busqué la puerta pero los policías ya venían calle arriba. Habría que verlos: despelucados, con las camisas abiertas, colocándose apenas la gorra en la cabeza, cuadrándose en el hombro los fusiles y el cabo dirigiéndolos, apurándolos, pero aquellos policías parecían muy soñolientos. Quién no, si era media tarde cuando es más bravo el calor, cuado uno ya no puede estarse quieto. El cabo se volvía y les decía seguramente: “Muévanse, carajo, no ven que hay pelea”, y los policías hacían como que apuraban. Cuando llegaron, casi no pudieron entrar porque ya estaba allí media humanidad. A los policías les tocó abrirse campo echando la gente a los lados con el cañón del fusil. Yo estaba más cerca de la puerta. El hombre se acababa de levantar del rincón y se limpiaba el fundillo y la nariz y fue ahí cuando el cabo se le arrimó (yo juraría que el cabo sonreía) y dijo mirando a otra parte: “Qué es lo que pasa aquí”… Entonces el hombre habló. Le dijo que yo le había pegado un puño. Aquel cabo, impávido, me dijo: “Siga con nosotros” y me empujó a la plaza. Los policías me siguieron hasta la casa-cuartel. Toda la gente estaba en las puertas hablando en voz baja, diciendo seguramente: “Cogieron a Abelardo”. Uno de los policías quitó la puerta envejecida, la puerta gruesa color verde-plomo, mohosa, sin bisagras. No la abrió. La sacó del marco y me dijo: “Entre ahí” y me señaló aquella pieza llena de piedras, de cucarachas, de hojas, de mierda y de orines, que olía a diablo y entonces yo entré porque si no me iban a entrar de un culatazo. El mismo policía volvió a poner la puerta en el marco y dijo: “Y no vaya a intentar salirse, carajo, porque le partimos las patas de un tiro si no es que le mandamos a descansar de una vez por todas”…

Entonces yo limpié tantico junto a la puerta, amontonando a un lado las porquerías con los zapatos, y me senté junto a los huecos que los niños habían hecho cuando no había policías en San Bernardo de los Vientos, y en esa pieza que hoy es cárcel dormían las vacas, los perros, los cerdos y los hombres que iban de camino, y allí cagaban de noche los muchachos cuando jugaban en la plaza porque no había policía, no había, es decir, quién les mortificara la vida.

Vine a darme cuenta al anochecer. Los primeros bombillos se habian encendido en las esquinas. Habia estado un buen rato distraido matando zancudos y por eso no me di cuenta de que la gente se habia amontonado junto a la casa-cuartel y que los policias estaban parados en el corredor con los fusiles desasegurados. Ya era hora de comer y yo pensé que nadie se iba a acordar del pobre Abelardo. Pero cuando se oyeron los primeros gritos, cuando yo oí algunas voces conocidas que en coro insultaban a los policias (los policias decian “retirense”, pero la gente se quedaba ahí al frente como si tal, y a los policías les daba culillo disparar porque eran muchos, algunos cien por lo menos, o más, y ellos solo ocho y cada uno no tenía sino seis tiros a mano) cuando yo empecé a oír todo esto, digo, cuando me di cuenta de que la gente estaba en la plaza gritando volví a acercarme a los huecos de la puerta y no me importó que los zancudos me sacaran la sangre. Qué los iba a espantar si estaba mirando lo que pasaba en la plaza. La gente dejó de gritar cuando se oyó un motor que subía del río: dos chorros de luz alumbraron un momento el grupo y luego se apagaron. Después dejó de zumbar el motor y sonaron varias puertas y toda la gente se volvió un momento para ver un bulto alto, de gafas, barrigón y velludo que se acercaba. “Es el abogado”, oí. Un abogado que había venido por la mañana de San Bonifacio a hacer su domingo en el río, con solo abrir la boca iba a sacarme de apuros. El abogado caminó hasta donde estaban los policías y ellos lo encañonaron. El abogado habló unos momentos con el cabo y el cabo le dijo que de ahí no me sacaba ni dios en persona. Entonces al abogado no le quedó otro camino que dar la espalda y arrancar con su mujer y sus hijos para la capital… Al rato el ruido del motor se fue de las vegas para allá y yo pensé que me iba a tocar pasar la noche ahí en la cárcel sin comer, aguantando el olor a mierda y los zancudos y no estaba muy seguro de amanecer con vida.

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