COLEGIO ANTONIO NARIÑO – HERMANOS CORAZONISTAS, EVOCACIONES OCHENTERAS
Tercera entrega
A veces pienso que los objetivos de este colegio estaban trastocados, había quizá mucho de confusión entre lo que se pretendía enseñar. Lo digo porque les daban valor y mucho significado a clases que no lo debían tener. Recuerdo una materia que, para muchos, entre ellos yo, era una tortura. La dictaba un cuarentón cercano a la quinta década que era medio tuerto y cojo. El tipo era morboso como él solo, le encantaban los chistes procaces y cuando iba a arriesgarse a soltar uno de ellos, se salía del aula para ver que nadie de la administración pasara y lo escuchara. Su clase era contabilidad. Por ella, muchos habilitábamos y terminábamos perdiendo años. Este educador debía ser un gran bebedor y conversador en otros contextos, pero en clase como maestro tenía más de un reparo. En todo caso, en el colegio esa clase era palabra de Dios. Me pregunto a cuántos les habrá servido haber aprendido a hacer el “balance general” y el “PyG”. Lo dudo, no faltará quién diga que esta materia era oro en polvo, una gran herramienta para la vida. Seguro que habrá alguien que lo afirmará.
Ahora recuerdo a otro educador que enseñaba biología y escribía en el tablero glóbulos “rogos” sin ponerse rojo. Solía estacionar irregularmente su viejo campero al frente de una casa en la carrera 16 con sesenta. Una vez, en plena clase, los dueños de la vivienda se cansaron de la arbitrariedad y llamaron una grúa. Cuando el vejestorio lo iban a montar al argana, el licenciado, de ilustre ortografía, vio el hecho desde la ventana del salón de clase, olvidó la lección que enseñaba y corrió raudo a rescatar su nave. Inolvidable recuerdo. Era este buen hombre, el que nos decía que los “espermatozoides eran animales unicelulares”.
Este licenciado alguna vez fue mi director de curso. Bajo su orientación nos ganamos un paseo a un club social y deportivo del municipio de Silvania por ser el curso que más boletas había vendido para el bingo anual del colegio. Un paseo en donde medio curso se emborrachó y las pocas buenas enseñanzas se olvidaron momentáneamente. “Fue una cuestión de tragos”, alguien habrá dicho.
Ya para mis últimos meses en el colegio se cruzó conmigo otro Hermano español que tenía nombre de emperador romano, y que parecía molestarle mucho mi presencia. De esos “maestros” que la agarran contra un estudiante, y hasta que no lo hacen despedirse anticipadamente del colegio, no descansan. Era este simpático personaje de aquellos que pensaba (¿será que todavía piensa lo mismo?) que la letra con sangre entra. Como profesor de muchachos adolescentes era un buen conocedor de vinos, sin duda. Enseñaba también biología, pero este no cometía errores de ortografía tan notorios. Era medio pendenciero y retador, también contaba con su encanto para con las damas de la época. Dudo que hubiese venido desde tan lejos a enseñar a Colombia por la mera vocación religiosa o el amor a las juventudes tercermundistas.
Finalmente, llega a mi cabeza otro Hermano Corazonista de gran corazón (no es una redundancia, es un énfasis). Era de ilustre pinta y decían que se parecía a Jesús, al menos al Jesús ojiverde que siempre nos han querido vender: ese de porte blanco y buen mozo al estilo occidental, aquel de fisonomía que a todos culturalmente nos exigen admirar. Enseñaba dibujo técnico y nos llevaba a un salón especial con mesas para tales menesteres y afiches de modelos en las paredes. No olvido el poster de Heather Thomas (protagonista de la serie “Profesión Peligro”) en bikini rosa. Heather era una de las chicas mediáticas que alborotaba nuestras hormonas en esas jornadas de trazos con rapidógrafos y escuadras. Este Hermano del todo no era mala persona. Sin embargo, a veces la neura lo traicionaba. Para su clase teníamos que caminar desde el aula, en donde recibíamos todas las clases, a aquella ya mencionada de dibujo, la sala de las chicas en bañador (como dicen los españoles). La orden era que había que hacer ese tránsito en “total silencio”, algo casi que imposible para jóvenes de 14 y 15 años. Era obvio que alguien hablaba, alguien se reía y quizá alguna mala palabra o puño rebotaba entre nosotros. Pues bien, al arribar al salón de la clase venía el anunciado regaño. Una vez nos digo que éramos “sepulcros blanqueados”, tal cual. Después nos explicó lo que significaba tal expresión, yo la desconocía. Como veis (me acordé de su forma de hablar), este buen hijo de Dios también aprovechaba para enseñar, combinado con el dibujo técnico, lecciones de religión y química orgánica.
Una vez más, vísperas de que me despidieran de este sabio recinto del saber, tuve una breve contienda boxística a la salida con un compañero de clase. Desgraciadamente para nosotros, un padre de familia nos vio y nos delató ante el Hermano Rector. La solución o mejor el castigo fue este: los siguientes dos días no nos dejaron asistir a ninguna clase y en esquinas diferentes del patio nos ordenaron sentarnos. En esos dos días hubo previas y evaluaciones que no pudimos tomar y obviamente nuestras notas fueron ceros bien gordos. Creo que, si hubieran tenido un calabozo, nos hubieses mandado allá a punta de pan y agua. Soluciones dialógicas, conciliaciones, preguntas, respuestas no hubo. Cada uno para su rincón sin ir a clase durante dos días. Como docente y padre que soy ahora, creo que esa ocasión hubiera sido una oportunidad perfecta para enseñar a dialogar, para comunicarnos mejor y para entablar acuerdos. Después de esa pelea, mi contrincante y yo terminamos siendo los mejores amigos por muchos años, pero fue algo de nosotros, algo que nació de los dos. Del castigo y los dos días perdidos en el patio no se aprendió nada. ¿Qué estaría pensado el Hermano Rector cuando optó por esta curiosa decisión? ¿Cómo se podría entender este tipo de “soluciones” tan poco didácticas o pedagógicas en un país cuyas mayores enfermedades son la violencia y la retaliación? Bueno, mejor volver a acordarnos de la anécdota del profesor de los espermatozoides, la grúa y el campero.
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